En la foto: Maravilla, Gustavo "seco", Augusto.
Era el año de 1982, llovía a cántaros sobre el norte de Morazán.
Todos los días exactamente a la una de la tarde en punto se dejaba venir un
bravo aguaje que dejaba un estropicio, de lodos, ramas caídas y una melancólica
humedad que me mojaba hasta el alma.
Ya había visto los muertos y los heridos y el horror de la guerra.
De pronto no quería morir sin ver a mi pequeña hija por última vez. Y así se lo
dije a la comandante Luisa. "Está bien" me dijo ella. "Pero
debes esperarte un poco para arreglar la seguridad para tu salida a
Managua".
Por esos días llegó Hernán Vera, quien tenía el extraño seudónimo
de "Maravilla". De mediana estatura, complexión fuerte. Ojos claros y
un rostro deformado por un tumor desde que era niño. De un perfil era un tipo
más bien apuesto, del otro era como un monstruo bueno de cuentos animados. De
conjunto era un ser de verdad maravilloso, carismático. Tenía el don de la
palabra hablada. Era feo pero tenía las mejores novias.
Nos hicimos buenos amigos. Con sus increíbles relatos sobre su
vida, un amorío en Venecia, otro en Londres, la narración de alguna película
con efectos especiales y todo, los cuentos que se inventaba en la medida que
hablaba me hicieron más llevadera la guerra ese año de 1982.
Hasta que llegó enero de 1983, y todo parecía indicar que en
cualquier momento podían enviarme de regreso a Managua. Fue entonces cuando
"Maravilla", después, de una larga plática sobre el sentido de la
vida y de la muerte me dijo: "Coño, chico, no te vayas. Aquí se está
cocinando la historia. Esta guerra es lo más importante que pasará durante
muchos años en este país y tu tienes que verla todita para contarla con tu
pluma".
¿Y si me matan? "Te pueden matar en cualquier parte, pero si
te vas ¿de qué vas escribir? ¿Sobre crepúsculos, y otras mariconadas?
Quédate hombre. Anda con los ojos abiertos y después escribes sobre esta
vaina". Me armé de valor, repetí mil veces el poema de Almafuerte, aquel
que dice "que muerda y vocifere vengadora, ya rodando en el polvo tu
cabeza". Me quedé toda la guerra, hasta el último día, pasando mil y una
aventuras junto a mi hermano del alma Hernán Vera "Maravilla" y los
demás compañeros de la Venceremos.
Años después, cuando la guerra se terminó, Hernán Vera junto a
otro gran amigo Epigmenio Ibarra, partiendo de cero, hicieron temblar el
imperio de Televisa, con audaces noticieros y una revolución total en el mundo
de las telenovelas. En 1998 me invitó a su casa, estaba casado con la bella
actriz Gabriela Roel. Me di cuenta que hasta las actrices más bonitillas
querían un romance con el feo "Maravilla".
Solidario, desprendido, carismático, agradable y con el don de la
palabra hablada. Nada como oír una película contada por "Maravilla" a
la luz del fogón de la cocina guerrillera. Era casi verla. Nada como oír las
historias de sus amores en un bar de México. Estuvo en mi casa hace cinco años.
Lo vi desmejorado de salud, pero siempre con la luz encendida en el alma
iluminando de alegría cualquier encuentro con cualquiera.
La noche del pasado domingo, aquel que salió vivo de varias
emboscadas y fieros bombardeos en Morazán y Usulután, que sobrevivió a las
matanzas de Sarajevo, cerró los ojos y se nos fue para siempre.
Se nos murió quien en los ochenta dijo que Managua era un potrero
con tres semáforos, que una indita desdentada de un metro de altura, gordita y
de senos enormes era una "arroba de sensualidad", quien contó un
fiero combate en Serbia partiendo de la descripción de una mujer desnuda
poniéndose una medias negras, quien siempre le vio el lado bueno a la vida,
seguro que también sabrá encontrarle un lado hermoso a la muerte. Adiós hermano
del alma.